martes, 23 de marzo de 2010


El alba llama mientras uno agoniza en el vacío.

El despertar ya nada cambia, vivo mi propio infierno al levantarme y sentir que los días son tan iguales al resto como si el tiempo no hiciera efecto en mi entorno. Al caminar veo los mismos seres sin rostro, demacrados por una vida de luchas y desventuras que los mantiene en una existencia vana como aburrida. No tienen tiempo ni para el solo hecho de pensar que las cosas de alguna forma (quimérica la verdad) puede cambiar para algún bien: un bien que no vivirán ellos.

Así la sociedad vuelve autómatas a cada obrero, empleado público, labrador o cuanto trabajador este bajo el yugo de este sistema que es el único y magnánimo culpadle de toda la miseria y pobreza depositada en cada corazón turbado e infeliz que existe en esta miserable conjunto de hipocresía, violencia y corrupción llamada sociedad.

Por esa razón tildo a Marx, Engels y Bakuni de hipócritas burgueses que no tuvieron la visión global que el único culpable como gran creador de esto fue la misma naturaleza del grupo humano quien escribió y forjó las leyes predestinadas para el futuro de la civilización. El real conflicto del poder y libertad.
Al fin y al cabo la política se basa en el conflicto eterno de clases, ese placer casi morboso del hombre por luchar una guerra que no tiene campo de batalla oportuno ni demarcaciones de su propio ámbito de acción ya que, en el mismísimo genoma humano está la diferencia y el punto de culpabilidad, esa diferencia que todos buscamos de formas distintas: el idolatrado poder.

Así uno busca salir de la pobreza luchando contra todo lo que se interponga entre nuestra felicidad y el fracaso. Y al salir de ella uno no comprende que nada ha cambiado, sigue habiendo personas desamparadas. Incluso en mayor cantidad, todavía mantienen el estigma de ser pobres pero, sin embargo, no importa, total yo ya pertenezco al lado de los que son hombres con rostro, de los buenos, de los ilustres, de seres con alma, ya deje la chusma come guaguas que habita en la periferia, ya no tengo el estigma de haber nacido en hospital público ni el comer pan con mantequilla y te supremo a la once.

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