miércoles, 13 de octubre de 2010

paradojas y soledad


Escribo con frenesí culpable, presa de un miedo irracional e inexistente. Tan solo escribo una mísera frase: caballos callan.
He estado sentado por más de dos años escribiendo, el tintero jamás se seca y al aparecer la cara de él le lanzo la pluma: siempre desaparece. Mi pelo comienza a caerse, mis dientes son presa del escorbuto y el cáncer bucal, mi cuerpo se hincha con zozobra fantasmal, mis ojos no ven la luz del día: tan solo zigzaguean desaforadamente buscando mi torre de babel, ¡mi salvación, mi redención, mi destino fulgurante y atávico¡… pero, como todo en mí se cansa y se vuelve torpe e inútil: termina siendo escoria, un punto erróneo en la nebulosa de la nada.
El tiempo no existe en mi cuarto, solo existen las risas ajenas y el deseo riguroso de terminar lo escrito, tan solo esa frase basta; me lo repito cada vez que mi deseo se vuelve cobardía del no seguir con lo prescrito y salir por tan solo un momento al exterior, pero rápidamente Onk me azota la cabeza contra la cruda madera o introduce varillas llena de excremento entre la carne y las uñas de mis pies. Creare mi Magnus opus aunque me tilden de lunático o impotente…
Cada movimiento de mi mano conlleva al delirio. Y el delirio se vuelve placer orgiástico: una suerte de miseria espiritual producida por años y años de pesimismo ideológico. El escribir no basta, debo ver la sangre que manche esos papeles. Me encantaría que fuera de los caballos azules.
Mi frente suda sangre como alguna vez lo hizo Jesucristo. Los deseos no paran ni se consumen, solo giran desordenadamente buscando su final; un suicidio colectivo de deseos en lo absurdo de mi escribir, en lo absurdo de mi y del mundo creado con recortes y pegados de la realidad.
Y el sonido sordo de las abejas comienza, la colmena se expande frente a mi ventana, mi risa brota sardónicamente.

Los caballos callan cuando el sol se observa.

(Todo lo que comienza en comedia termina en susurro)

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