domingo, 4 de abril de 2010

gato



Frente a una muralla sucia y pestilente yacía el cuerpo de un moribundo gato. El hedor de su piel delataba un avanzado estado de descomposición que se mantenía en constante presencia por las precarias condiciones de ventilación que poseía la habitación. Su pelaje (o lo que quedaba de él) era de un color grisáceo uniforme con pequeños manchones de tonalidades variadas en sus orejas y patas. Su tamaño era ridículamente pequeño (hasta para un gato) que delataba su corta edad o un estado avanzado de desnutrición.

Estaba tendido apegado a la muralla. En los alrededores no había nada delatador, salvo unos manchones de sangre en el costado superior de la pared. La sangre estaba completamente seca y era difícil verla a simple vista (por el excesivo estado de suciedad). Pero en definitiva se podía reconocer que provenía del minino moribundo.

Al despertar, la resaca me taladraba cada vez más fuerte mi cráneo pero, al fin de cuentas no importaba, ya la costumbre me había cegado a la molestia que producían unos tragos de más. Esta mañana se parecía mucho a las anteriores, salvo por el mortuorio espectáculo que me toco presenciar. De igual forma, se parecía mucho a todos los días de mi vida.

Mi abrigo tenía una gran mancha de mostaza en la solapa pero, como siempre, me era indiferente. Ya hace mucho tiempo que no me preocupaba nada más que mantener la copa siempre llena.

“¿Qué hace ese gato en mi casa?” me pregunté dos o tres veces sin ninguna respuesta satisfactoria (mi mente todavía seguía anestesiada por el alcohol). Hasta que me levante de mi silla y lo vi de mejor posición. Estaba muerto obviamente.

Tal vez un sabueso juguetón lo destrozó mientras jugaba con él o murió a manos de la disentería gatuna. Qué sé yo, buscaré una bolsa para deshacerme de él rápidamente antes que lleguen las moscas. Raudamente (para un alcohólico) introduje al gato (o lo que quedaba de él) en la bolsa sin percatarme del dolor en mi mano derecha. Luego bajé a la planta baja donde se encontraban los depósitos y lo arroje sin mayores contemplaciones. El cielo delataba una próxima tormenta. Más tarde, subí por las escaleras y me encontré con Blanca, la detestable niña huérfana.

-Señor Santome ¿Qué le pasó en la mano?-

Nada querida, tan solo fue una noche de borrachera.

2 comentarios:

  1. Estremecedor y un poco alarmante.
    Pero no deja de ser bueno.
    Sigue así Robertito.

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  2. Pobre gato...

    Me recuerda al Gato Negro, de Poe.
    Me gustó eso si... sigue escribniendo, que es el mejor modo de liberación.

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