miércoles, 28 de abril de 2010

un discurso en la fragua del infierno


No sé cuál es mi motivo al escribirte, reconocerás mi desesperación al recurrir al olvidado arte epistolar para llamar tu atención. Está claro que de alguna forma mi existencia se ha vuelto vana como efímera y en cierto punto te irritará el solo hecho que pida compasión desde los parajes del olvido.
En principio, reconozco mis faltas. En este lugar la única actividad posible es el eterno pensar en el error, el casi placer morboso por olvidar el pasado y así tratar (en vano) de sustentar mis esperanzas en lo nuevo, lo bello y placentero. Pero, al fin y al cabo, es absurdo a causa de mi existente fatalismo ideológico construido gracias al paso del tiempo, creando en mí una suerte de frontera que limita mi actuar haciéndolo vano, absurdo e irrisorio.
No pienses que esta especie de expedición a todos mis errores es necesariamente positiva, es un martirio constante el solo hecho de rememorar los rostros de cada persona que dañe, el ver que las heridas no cicatrizan y sangran profusamente. Rostros desfigurados por lágrimas melancólicas, años de perpetuo sufrir que a cualquier hombre lo vuelve un autómata delirante de dolor.
Si, sé que piensas que siento remordimiento y lo sabes, es verdad. Beatriz, jamás entendiste mi ser, siempre estuviste atemorizada por un futuro creado en base a la miseria del presente, si tan solo hubieras creído en mi arte del actuar o tan solo hubieras pensado que sin mí las cosas estarían peores, quizás así hubiéramos salido de ese sucucho feo y pestilente donde nació Leonora. ¿Recuerdas?, tengo presente cada grito, cada gemido tuyo lo atesoro como uno de mis dolores más grandes que he sufrido en vida, tan solo comparable con el malestar que sufro ahora.

No escribes, no llamas, no existes…

Odio el hecho de que las palabras no puedan plasmar el frío de mi celda, el sabor a miseria de cada comida en este maldito lugar, miradas penetrantes que acobardan mi hombría, noches oscuras bajo un manto húmedo fantaseando con la idea de volver a ver la luz. Beatriz, sabes que es completamente justo y necesario mi sufrir por los males causados en el pasado, pero necesito que vuelvas a estar parada a mi lado, mirando tal vez la sombra del hombre que creo que amaste.

No escribes, no llamas, no existes…

No me recrimines, sé que soy un asesino. Tú cuerpo cabizbajo se burla dentro de mis recuerdos y no quiero olvidarte, no quiero verte como una desconocida. Tal vez sea onírico pensar que me volverás a acompañar. Pero no sientas odio por mí, tan solo deseo saber de ti, que todavía existes sin guárdame rencor. Sólo pido que tú tengas paz, ya que así yo tendré mi anhelada redención.

Me despido, adiós…

P.D.: ¿Cómo esta Leonora?

P.P.D.: saldré, recuerda que volveré…

sábado, 24 de abril de 2010

amanecer


Ya no más, ven, ven, ven, ven a mí….

Cae, pobre diablo, enfermo, lisiado, cae…

Las moscas se comen tu cerebro ¿sabes por qué? …

Tienes mierda en la cabeza. Si, mierda en la cabeza…

(Silencio)

Despierto empapado en sudor y con un irritante malestar estomacal, mi saliva es más lechosa que de costumbre que acentúa aun más el amargo sabor que tengo en mi boca. Faltan cuatro minutos para las cinco am y el alba comienza aparecer en mi ventana. Forzosamente trato de volver a conciliar el sueño tapándome la cabeza con la sabana como lo hacía cuando pequeño al estar asustado pero, el esfuerzo es vano, estoy cada vez mas despierto, atemorizado mirando la techumbre de mi pieza preguntándome porque me es tan difícil dormir, porque no puedo descansar como cualquier mortal después de un agobiante día de pesar.

Sumido en melancólicas reflexiones me doy por vencido. Me levanto aturdido en busca de agua para sacarme el amargo sabor de mi boca, camino tranquilo y pausado por el oscuro corredor que me conduce rápidamente a la cocina, prendo la estéril y blanca luz que me ciega en principio, tomo el vaso, lo lleno naturalmente con agua, lo bebo en grandes tragos y al terminar; siento un malestar, se me cae el vaso.

Cresta…

Los vidrios esparcidos peligrosamente me hipnotizan, comienza ese extraño ruido, ese misterioso aletear…

No otra vez…

(Silencio)

sábado, 17 de abril de 2010

moscas


Camino bajo el asfalto mojado sin deseos de existir, subyugado por una extraña melancolía que me hace sentir completamente débil, desprotegido, lisiado de toda cordura aparente.

Me detengo, ya estoy harto de divagar por esta ciudad de aburrida existencia, los mismos autómatas que se hacen llamar gente, los mismos lugares plomos, detestables, repulsivos, cansados, húmedos que se mezclan de forma uniforme y sin diferencia con lo bueno, sutil y delicado.

Compré vodka y un poco de pan. No, miento, compré tan solo vodka ya que no me alcanzó para alimentos y como siempre, preferí emborracharme antes de comer. Seguí caminando hasta que llegue a ese bloque habitable llamado hogar, subí las escaleras de forma pesada y torpe, la puerta del departamento estaba abierta (al parecer yo la deje abierta después de salir) pero que importa, los delincuentes le roban a gente importante, gente con preponderancia sobre la vida, no a vástagos con aires de grandeza que no luchan para que sus vidas cambien, simplemente se preocupan por mantener la copa llena y seguir palabreando al caos.

Al abrir la puerta, vi en la oscuridad total una sombra amorfa pero a la vez con delicados movimientos y curvaturas. Prendí extrañado la bombilla: la extraña figura era nada más ni nada menos que un pequeño gato.

Estaba echado en el roído sillón moviendo la cola cadenciosamente tratando así de ganar mi simpatía. En principio, lo tomé con la común indiferencia, lo corrí a un lado y me puse a beber. Estuve sumido en largas reflexiones sobre el día, la noche, los sueños y la cordura que me mantuvieron ocupado por un par de horas. Cuando volví en sí, estaba borracho.

Y ese inmundo gato seguía allí, lamiéndome, jugando con mis dedos, acicalándose en mis mangas. Ese detestable ser quiere destruirme, quitarme mis cosas. Sí, se lo que tramas, se lo que quieres, fuera de aquí, fuera de mi lugar, esta es mi miseria, no la tuya, fuera, fuera de aquí pedazo de excremento, ándate… ¡fuera!

(Silencio)

domingo, 4 de abril de 2010

gato



Frente a una muralla sucia y pestilente yacía el cuerpo de un moribundo gato. El hedor de su piel delataba un avanzado estado de descomposición que se mantenía en constante presencia por las precarias condiciones de ventilación que poseía la habitación. Su pelaje (o lo que quedaba de él) era de un color grisáceo uniforme con pequeños manchones de tonalidades variadas en sus orejas y patas. Su tamaño era ridículamente pequeño (hasta para un gato) que delataba su corta edad o un estado avanzado de desnutrición.

Estaba tendido apegado a la muralla. En los alrededores no había nada delatador, salvo unos manchones de sangre en el costado superior de la pared. La sangre estaba completamente seca y era difícil verla a simple vista (por el excesivo estado de suciedad). Pero en definitiva se podía reconocer que provenía del minino moribundo.

Al despertar, la resaca me taladraba cada vez más fuerte mi cráneo pero, al fin de cuentas no importaba, ya la costumbre me había cegado a la molestia que producían unos tragos de más. Esta mañana se parecía mucho a las anteriores, salvo por el mortuorio espectáculo que me toco presenciar. De igual forma, se parecía mucho a todos los días de mi vida.

Mi abrigo tenía una gran mancha de mostaza en la solapa pero, como siempre, me era indiferente. Ya hace mucho tiempo que no me preocupaba nada más que mantener la copa siempre llena.

“¿Qué hace ese gato en mi casa?” me pregunté dos o tres veces sin ninguna respuesta satisfactoria (mi mente todavía seguía anestesiada por el alcohol). Hasta que me levante de mi silla y lo vi de mejor posición. Estaba muerto obviamente.

Tal vez un sabueso juguetón lo destrozó mientras jugaba con él o murió a manos de la disentería gatuna. Qué sé yo, buscaré una bolsa para deshacerme de él rápidamente antes que lleguen las moscas. Raudamente (para un alcohólico) introduje al gato (o lo que quedaba de él) en la bolsa sin percatarme del dolor en mi mano derecha. Luego bajé a la planta baja donde se encontraban los depósitos y lo arroje sin mayores contemplaciones. El cielo delataba una próxima tormenta. Más tarde, subí por las escaleras y me encontré con Blanca, la detestable niña huérfana.

-Señor Santome ¿Qué le pasó en la mano?-

Nada querida, tan solo fue una noche de borrachera.